Desde que era bien pequeña, había cuatro sitios que me chiflaban: los herbolarios, las fruterías, las zapaterías y la bodeguilla. Sitios que me embelesaban hasta el punto que una vez mis padres se olvidaron de mí en una zapatería mientras miraba atónita unos zapatos de que no había visto jamás, Unos zapatos Plateados, lo recuerdo perfectamente, al igual que recuerdo el numerito de niña desaparecida que vivimos toda la semana posterior al hecho en cuestión. Debí pensar que yo era Dorothy del Mago de Oz, golpeando mis zapatos tres veces y gritando: -No hay lugar como el hogar!!!
Obviando las zapaterías (lugar de culto para muchas de nosotras) sigo siendo feliz cuando entro en cualquiera de ellas, pero las de cuando eran pequeña olían a otra cosa; a cartón, a cuero, a betún, a cerrado… porque comprarte unos zapatos era un momento muy especial y no existían las megamacro zapaterías, no, ibas a las de siempre.
En las fruterías sobra decir que si son de las “de toda la vida” o con olor a mercado, me puedo pasar horas mirando como están perfectamente colocadas las manzanas, las chirimoyas o como no se escurren las bandejitas que están puestas estratégicamente, y además, siempre pides una. Los pimientos choriceros o ñoras, perfectamente colgaditos y a su lado los plátanos perfectos en su manija…soy de las que le diría al frutero: -Póngamelo todo para llevar, gracias.
Y siempre recuerdo el momento de la película Amelié, cuando dice –“él nunca será una alcachofa, porque no tiene ni corazón”
Los herbolarios!! Menos mal que ya me conoce la dependienta y sabe que voy a impregnarme con el aroma de todo lo que se pueda intuir integral, fermentado o herbáceo.
Ese aroma a miel, hierbas, velas, a remedios caseros, a promesas de sentirte mejor naturalmente, aromas a pueblo, a infusiones de invierno y a campos de Castilla (cereal, heno) en verano. Soy de las que se las ingenia para descubrir una plantita nueva que infusionar y que promete múltiples beneficios. Recuerdo especialmente el Herbolario Morando de la Calle San Millán, donde mi padre me llevaba de la mano y los sacos con infusiones eran más altos que yo, tila, manzanilla, poleo… y mientras él pedía lo que fuese a comprar, yo disfrutaba como una enana.
Y la bodeguilla, que curioso verdad, una bodeguilla.
Me enviaban a por un litro de vino, y yo botella en mano iba y ¿que encontraba? Primero recuerdo ese olor a vino, a cemento y frio. No había calefacción, y siempre pensaba que cómo podrían aguantar mucho allí (ahora comprendo que el vino peleón calienta), un dependiente siempre perfectamente vestido con una bata oscura y gafas, me miraba desde arriba. Pacientemente colocaba la botella boca abajo y le enchufaba el chorro de agua para limpiarla perfectamente y la llenaba del depósito que (supuestamente) era el que a mi abuelo le gustaba. Estanterías de madera repletas de laterío conservero y botellas llenas y vacías, y esa encimera gastada de tantos codos cansados que iban a ahogar sus penas al bodeguero.
A la derecha había un botellero de Freixenet de acero inoxidable, donde colocadas las botellas como si fuese una rima, esperaban pacientes a ser compradas. Cuando cumplí los 17, compré una botella de Cordón Negro, para brindar en Navidad… y casualmente la vida me llevó a trabajar para esa empresa unos cuantos años.
Que maravilla tener recuerdos olfativos, que te lleven directamente a tu infancia, a tu vida, a ti mismo.
Si cierras los ojos puedes conectar con tus registros, visualízalos y disfruta de ellos, saboréalos y sonríe, o llora, porque pueden aparecer momentos o personas que ya no volverán, pero sobre todo sonríe porque viven y perduran en tu mente.
Nos vemos pronto.
Ester.